Siguiendo
mi rutina diaria, entrada la tarde llevaba de paseo a mis mascotas,
dos hermosas rottweillers: Khyra, de casi dos años
y Zoe de siete meses aproximadamente. Las perras infundían
mucho respeto y me hacían sentir muy bien resguardada. Tenía
la seguridad de que al estar con ellas nadie se acercaría, ni siquiera se atreverían
a mirarme. En verdad no exagero: las dos juntas pesaban más o menos cien kilos... ¡duplicaban mi peso!
Los paseos servían de adiestramiento para la cachorra. De igual forma había adiestrado a la madre y era una perra
muy educada. No obstante, debido a la mala fama que tiene esta
raza de canes, la vereda siempre quedaba a mi entera disposición,
porque cuando la gente me veía llegar con mis engreídas mascotas, de inmediato cruzaba temerosa a la vereda de enfrente.
Aquella tarde, nuestro recorrido se desarrollaba con la más absoluta normalidad. Caminaba
lento llevando a cada perra con su cadena y a fin de impedir
que tuviesen impulso para correr, acortaba las cadenas que enroscaba
en mis muñecas. En realidad, ya no sabía si yo las
paseaba o ellas me paseaban a mí.
Alto... cruza... corre... camina... salta..., eran las órdenes
impartidas a la disciplinada cachorra que cumplía a cabalidad y me dejaba muy satisfecha. De pronto sus orejas se pararon, así como todo el pelo de su cuerpo y el culpable
de su estado, era un pequeño perro que paseaba muy tranquilo a media
cuadra de distancia.
Furiosas las perras emprendieron veloz carrera con dirección hacia el perrito, en tanto el
dueño atónito observaba cómo se le acercaban llevándome consigo también, pues en contra de mi voluntad estaba
siendo arrastrada por mis entrenadas mascotas. En mi caso
me encontraba aterrada, porque sabía que mis perras estaban
desbocadas y hacían caso omiso a mi orden de detenerse de inmediato.
Y mientras mis perras me paseaban a su manera, tuve la oportuna
idea de arrojarme en un jardín a escasos metros del
indefenso perrito y evité así el fatal desenlace. Regresé a casa
con raspaduras, moretones y dando gracias a Dios de
no haber tropezado en el camino con un árbol o un poste
de alumbrado público, pues de la forma más horrenda hubiese quedado descuartizada por mis fieles y adiestradas
mascotas.
Después de lo ocurrido... decidí pasearlas en automóvil.