EN LOS BRAZOS DE PAPÁ

 

 

 

 

Era un joven apuesto que residía en la capital, proveniente de una respetable familia. Cada vez que vestía el uniforme de la fuerza aérea de su país, despertaba las miradas y suspiros de todas las jovencitas de la ciudad. Cuando era un niño soñaba que de grande iba a ser piloto aviador y al haber alcanzado su mayor sueño, se sentía en sumo grado feliz.

Por el talento y la perseverancia demostrados durante su aprendizaje, sus superiores consideraron que era el oficial más indicado para postular a una beca de maestría en Ingeniería Aeronáutica, próximo curso a dictarse en un prestigioso instituto norteamericano. Aprobó con éxito todas las asignaturas y recibió la grata noticia de su elección quedando muy satisfecho. Concluidos los trámites formales la fecha de su partida era inminente y con la documentación requerida se dirigió al aeropuerto. Previo ingreso a la zona restringida para pasajeros, fue despedido entre llantos y abrazos por familiares y amigos.

Al llegar a su destino se apersonó en el despacho del director e hizo entrega de su legajo profesional. Instalado en la residencia estudiantil, ocupó una habitación en la zona reservada para los alumnos internos. Cuando se inició el período lectivo acudía en las mañanas a realizar sus prácticas de vuelo, prosiguiendo en las tardes con los cursos teóricos y al caer la noche estaba tan agotado que descansaba hasta el día siguiente.

Conforme pasaban los días se superaba en los estudios y obtenía las mejores calificaciones, sobresaliendo de los demás alumnos. De pronto la melancolía se apoderó de su alma, porque era su primer cumpleaños que pasaría distante de sus seres queridos. Conmovidos por su tristeza y esperanzados en mejorar su decaído ánimo, sus compañeros le organizaron una fiesta sorpresa.

La celebración resultó todo un éxito e hizo desaparecer la nostalgia que lo embargó en días pasados. Se sintió muy orgulloso cuando el director del instituto le dedicó unas sentidas palabras que agradeció emocionado. Conoció en la fiesta a varias jovencitas con las que departió feliz toda la noche, pero quedó prendado de la hija del director, una bella adolescente de frondosa cabellera rubia y ojos celestes que prontamente le robó el corazón.

Los estudios fueron alternados con los encuentros amorosos de los jóvenes amantes y con la llegada de la primavera los sentimientos florecieron con mayor ímpetu. Después de un corto noviazgo decidieron contraer nupcias, sellando para siempre su infinito amor.

Ambas ceremonias, matrimonio civil y religioso, se realizaron el mismo día. Primero se llevó a cabo el acto religioso, actuando como padrinos los padres de los novios. Al culminar la ceremonia civil, los flamantes esposos recibieron las felicitaciones de la concurrencia.

Pasaron los meses y nació el fruto de ese amor, una hermosa criatura de rasgos latinos como su padre y ojos celestes que heredó de la madre, colmando ese hogar de dicha y felicidad. A partir de entonces el reciente papá esperaba impaciente cada fin de semana para ir a casa y mimar a su hija, que al verlo llegar tambaleando iba a su encuentro con los bracitos abiertos para pedir que la cargue y en cuanto lo hacía se acurrucaba en su pecho.

Al cabo de tres años de riguroso aprendizaje concluyó la maestría, ocupando el primer puesto de su promoción. Recibió las merecidas felicitaciones de autoridades y compañeros, quienes conscientes de su próxima partida lo despidieron efusivamente durante la ceremonia oficial de graduación.

Despertaba el nuevo día cuando aterrizó el avión en suelo peruano. Impecablemente uniformado, el militar descendió muy orondo con su esposa e hija y las presentó a la familia. Concluido el jolgorio por el emotivo encuentro, la tranquilidad retornó a la joven pareja que se instaló en su nuevo nido de amor. Iniciaban otra etapa en sus vidas, pero en esta ocasión, en un país que atravesaba un álgido momento económico y político.

Los meses pasaban y la coyuntura del país empeoraba de forma alarmante. Los frecuentes viajes de entrenamiento y órdenes de inamovilidad habían levantado entre ellos una insalvable muralla. Se resquebrajó la relación de pareja, sumándose la desmedida nostalgia que embargó a la esposa por su familia y amigos, su idioma, su país, cuyas costumbres de vida distaban en demasía con el país de actual residencia, circunstancia que la mortificó sobremanera y afectó su estado psíquico.

La angustia y la soledad se apoderaron de su alma. Las noches de pasión junto al hombre de su vida pasaron al olvido. Durante sus gélidos anocheceres, sentía su cuerpo como si fuese un témpano de hielo que flotaba a la deriva en el océano. Los momentos de desesperación nublaron su mente y la empujaron a tomar una fatal determinación dispuesta a escapar de una vez por todas, de aquel horroroso infierno en el que se había convertido su vida...

Tras permanecer cuatro meses en provincia con orden de inamovilidad, el destacado militar retornaba feliz a su casa en busca de su esposa e hija, a quienes extrañó durante su obligatorio encierro. Al abrir la puerta, la cruda realidad le abofeteó el rostro y la soledad lo abrazó con sarcasmo. Un sepulcral silencio se había adueñado de cada oscuro rincón de la casa y un fétido olor a humedad reinaba en el ambiente.

En pocos segundos su alegría se transformó en tristeza, fue como si un rayo fulminase su cuerpo y el corazón atragantado le impidiese siquiera gritar. Con desesperación las buscó en todas las habitaciones encontrando únicamente un par de zapatos de su pequeña hija y cuando advirtió la falta de los pasaportes sintió desplomarse, al comprender que su esposa se había fugado de la casa llevando consigo la prenda más querida: su niña adorada y sin consuelo lloró apenado.

Los esfuerzos realizados a diario para ubicarlas eran en vano, nadie le daba razón sobre el paradero de sus amores, parecía como si la tierra se las hubiese tragado. Perdida toda esperanza no le importaba continuar siendo el destacado militar de antaño. Arrastrando la moral por los suelos y sumido en una profunda depresión, ahogaba sus penas con su nuevo e inseparable compañero de vida: el alcohol.

Volaban los meses como páginas de un almanaque que el viento se lleva. La incertidumbre y la angustia, inquilinas de vida de aquel infeliz, lo convirtieron en un hombre taciturno y huraño. Trabajaba con desgano y para sobrevivir, aunque en ocasiones hubiese preferido estar muerto en la certeza que nunca hallaría a su hija. Al encontrarse con frecuencia en estado de embriaguez, le increpaba a la vida el destino que le deparó y aquellos olvidados zapatos los guardaba con extremo celo: eran su único recuerdo y su mayor tesoro.

Los años levantaron una montaña de veintitrés calendarios y el envejecido militar en retiro se mantuvo siempre enclaustrado rumiando su pena y resignado esperaba la muerte. Pero aquella mañana despertó con un extraño desasosiego y mientras desayunaba recibió la visita de un familiar quien comentó que había atendido la llamada telefónica de una estadounidense que estaba abocada en localizar a su padre de nacionalidad peruana, cuyo apellido era el mismo de la familia.

Ante tal noticia quedó enmudecido y petrificado a la vez, no atinando a pronunciar palabra alguna. No repuesto del aturdimiento, le resultaba insólito creer que aquello que estaba ocurriendo fuese real. Inicialmente pensó que podría tratarse de una broma o quizá la pena lo había enloquecido, sin embargo, al escuchar el nombre de su hija se despejaron sus dudas e hincándose de rodillas con los brazos levantados al cielo empezó a gritar de alegría y a dar gracias a Dios por escuchar sus súplicas después de tantos años de sufrimiento.

De inmediato se comunicó telefónicamente con su hija y al escuchar su voz quebrantarse por el llanto cuando lo llamó papá, no resistió la fuerte emoción de aquel momento y lloró como un niño. Apenas se calmaron los ánimos, ella le pudo explicar que lo había dado por muerto porque así se lo hizo creer su recién difunta madre y precisamente a raíz de su fallecimiento consiguió documentos sobre la verdadera identidad de su padre y pudo localizarlo, acontecimiento que consideraba un increíble milagro.

El amanecer del nuevo día fue muy diferente para el envejecido padre. Tuvo un despertar pleno de felicidad que no había tenido desde hacía muchos años, ya ni valía la pena recordar en cuántos. No obstante, llevando a cuestas su acostumbrado pesimismo, pensó que quizás todo lo había soñado, pero al atender el teléfono y escuchar el cariñoso saludo de su hija, nuevamente se situó en su actual realidad y si bien era cierto aún no la tenía a su lado: la había encontrado, circunstancia que jamás imaginó que le pudiese ocurrir.

Pasaban los meses y a diario timbraba el teléfono. La cálida voz de su hija dándole los buenos días, era una suave caricia para sus tímpanos. Una mañana muy temprano, recibió un sobre con una letra de remitente ilegible y al abrirlo encontró la fotografía de una mujer que no conocía. Después de leer la dedicatoria escrita al reverso, se dio con la inmensa sorpresa que era de su hija: ¿Pero cómo la hubiese podido reconocer?, los separaron cuando ella tenía tres años y ahora bordeaba los veintiséis. Las lágrimas rodaron por sus mejillas y besó aquella foto como si fuese su hija a quien tuviese parada enfrente.

Al llegar el mes de diciembre, con las fiestas de fin de año en puertas, escogieron la fecha para el esperado encuentro. Feliz con la pronta llegada de su hija, organizó un almuerzo de bienvenida. Se encargó personalmente de arreglar la habitación que de niña ocupara y que en su recuerdo conservara como un santuario. A un lado permanecía colgado el estante con los viejos peluches y en la cuna, los zapatos que olvidados dejaron. ¿Cómo podría no recordar al mirarlos, las innumerables noches en vela, cuando afligido en ellos buscaba el rostro de su hija querida?

Mientras el día se sacudía de su rutina, en vano intentó dormitar para estar calmado en la noche, esperando que su hija llegase en el vuelo de madrugada. Quizá presentía que otra vez lo retaba la vida, porque estaba consciente que el momento próximo a enfrentar, no era apto para cardíacos. A pesar de ello, al automóvil subió presuroso y al aeropuerto raudo llegó, siendo seguido por familiares y amigos, obligados testigos de aquel encuentro especial.

Caminaba a paso ligero por los pasillos, a cada instante encendía un cigarro. Trataba de serenarse pero le era imposible, los nervios lo traicionaban, porque el encuentro con su hija se daba al cabo de veinticuatro años. Durante su caminata recordó viejos tiempos, cuando impaciente aguardaba el día de su nacimiento. Y mientras pisaba sus pasos en compañía de su sombra, escuchó por los altavoces del aeropuerto, que por desperfecto en una de las turbinas, arribaría el avión con casi tres horas de atraso. Quedando tan contrariado con la noticia, su familia le sugirió que regresara a su casa pero el padre obstinado prefirió continuar esperando.

Aquella madrugada fue la más larga de su existencia: los minutos parecían horas. El atribulado padre había logrado vencer el sueño bebiendo café, pero no ocurría lo mismo con su deplorable estado de ánimo. Una desmedida ansiedad se apoderó de su mente y recién le volvió el alma al cuerpo, cuando anunciaron la llegada del vuelo proveniente de Norteamérica. Le embargó entonces una honda emoción, al saber que estaba cercano el momento en que abrazaría a su hija. Si bien era cierto, durante años el destino los separó sin clemencia, nuevamente los iba a situar frente a frente.

La oscuridad nocturna obligada se retiraba para dar paso a los primeros rayos de luz de la mañana y el impaciente padre seguía aguardando que concluyesen los engorrosos trámites de migraciones. Intempestiva se abrió la puerta que los separaba y frente a sus ojos quedó parada la hija que durante años, fue la dueña absoluta de sus recuerdos y el principal motivo de su tristeza.

Permanecieron estáticos mirándose mutuamente como si quisieran recuperar en aquel instante, todos los años vividos sin que existiese entre ellos el más mínimo contacto. Con pesadumbre apreciaron que la vida había hecho efectiva su inevitable factura: él ya no era un hombre joven, ni ella tampoco una niña. Se estrecharon en un fortísimo y prolongado abrazo, ante la presencia de familiares y amigos que irrumpieron en llanto.

En aquella memorable mañana, ambos rostros tenían en la mirada un brillo muy especial y en los labios una constante sonrisa. Tomados de la mano y derrochando felicidad a su paso se encaminaron hacia la puerta de salida del aeropuerto, donde los aguardaba una bella limosina blanca. Fueron recibidos por un atento chofer quien los ubicó cómodamente en el asiento trasero.

Era mediodía cuando tomaron rumbo con destino a casa y durante el trayecto decidieron cambiar de ruta para disfrutar de un momento de privacidad, en la certeza que después sería imposible. La limosina se estacionó frente al malecón y el mar se irguió como mudo testigo de las muestras de afecto que se prodigaban. Al sentirse ella en los brazos de su papá, como solía estar cuando era una niña, en espontáneo impulso se acurrucó en su pecho. El enternecido padre al ver a su hija en esa postura la abrazó con fuerza y al recordar su niñez, entonó la canción de cuna que le cantaba en las noches para arrullarla hasta que se quedaba dormida.

La enronquecida voz del anciano padre resonaba fuerte y armoniosa en la elegante limosina, pero en cuestión de minutos comenzó a notársele agitado y con dificultad para cantar. Seguidamente exhaló un profundo suspiro, antes de dejar caer la cabeza inclinada sobre el hombro de su hija y quedar con los brazos laxos.

Al advertir su estado, la desesperada hija y el preocupado chofer intuyeron que algo muy grave le estaba ocurriendo y de inmediato lo trasladaron al nosocomio más cercano de la ciudad. Lamentablemente, a pesar de la prontitud con la que fue atendido, el médico se limitó a certificar su deceso, consignando en la historia clínica el diagnóstico que le ocasionó la muerte: infarto fulminante al miocardio.

La penosa noticia de su fallecimiento fue recibida en casa por un familiar y el ambiente festivo se convirtió en tragedia. El desconcierto se apoderó de los invitados, quienes incrédulos se rehusaban a aceptar lo que estaba ocurriendo. Unos se abrazaban llorando desconsolados, otros rezaban por el alma del infortunado hombre y no faltaron algunos que consideraban el hecho una ironía del destino, pues justamente ahora que había encontrado a su hija el corazón lo traicionaba, al no resistir tan fuerte emoción.

El velatorio se llevó a cabo en la residencia del fallecido ex-militar. Al día siguiente, previa misa de cuerpo presente y ceremonia oficial por haber pertenecido a un instituto armado de su país, el cortejo fúnebre partió con dirección al cementerio para depositar sus restos mortales en el mausoleo de la familia. Vestida de riguroso luto y con el rostro desencajado, la acongojada hija recibió el pésame de los presentes. Concluido el entierro, caminó cabizbaja con una inconsolable tristeza y se dirigió a la casa de su difunto padre. Jamás imaginó que el encuentro planeado durante meses con tanta ilusión, fuese a tener tan inesperado y fatal desenlace.

Se instaló en el cuarto de huéspedes y de inmediato solicitó conocer el dormitorio que de niña ella ocupara. Al traspasar el umbral de la puerta se emocionó sobremanera y suplicó que la dejaran permanecer a solas. Con los ojos llorosos recorrió cada rincón de la habitación y observó el decorado inmejorablemente conservado: el estante con los viejos peluches y en la cuna, los olvidados zapatos. Con sumo cuidado guardó los zapatitos en su bolso, sacó la cámara fotográfica y disparó el flash a diestra y siniestra. Se dio la media vuelta, clausuró para siempre la puerta de los recuerdos y a la mañana siguiente abandonó la mansión, no sin antes requerir que le enrollen el lienzo de una pintura al óleo del retrato de su difunto padre que fuese pintado por su abuelo paterno.

Fue la última pasajera en abordar el avión de regreso a Norteamérica. Previamente estuvo en el cementerio para despedirse de su querido papá y colocar flores en su tumba. Dentro del mausoleo permaneció pensativa durante un rato y concluyó que a pesar del penosísimo suceso ocurrido, era evidente que a fin de cuentas el destino había sido consecuente con ellos, porque en el caso de su padre falleció luego de haberla encontrado y en su caso, tuvo la inmensa alegría de escucharlo cantar por última vez aquella canción de cuna que le cantaba de niña, cuando acurrucada en su pecho la abrazaba amoroso, circunstancia en la que se hallaba ella en el preciso momento que lo sorprendió la muerte: en los brazos de papá.